El miedo de tener miedo lo padecen los gigantes, los enanos, los amantes, los crueles y los gobernantes, los que no le temen a nada, los cívicos y los tolerantes, los que se hierven la carne y los que se secan por hambre. Pero el miedo de tener miedo no es una enfermedad pedante, de esas que nos gastan sangre y nos dejan en pañales. Pues el miedo de tener miedo es como la lucidez distante, que en instantes de desaires, sienten quienes se vean que arden cuando se encienden por partes, cuales luces que inspiren pesares y no la magia del arte. Atormentando sus aires y hundiéndoles en sus lares, lo que les venga delante.
Y estos se digan, correcto, atizando la oscuridad en sus profundos adentros, con la piel como remedio. Y con las manos en sus pechos, de una ojeada busquen lejos y descubran que después del hueco, comienza el camino de nuevo. Y es que el miedo es justo un punto de aguante, para lanzar nuevos planes, a sabiendas de que valen, si es que estos son importantes. Y se olvidan los recuerdos, pues las nostalgias atraen resentimientos, remembranzas de lamentos, de amigos y platos frescos. De bolsas llenas de fuegos y entre vaginas absorbiendo jugos célicos, o con la porra sedientos, saciados de los que murieron.
― ¡Sin miedos de tener miedo, pues se cura en un momento, si queremos…!
– Y es que en la mirilla fija de quienes divisan el punto donde fermenta la cebada, siempre se encuentran cervezas y mesas llenas de jarras, entre luces que se encienden y se apagan…
― ¡Y los miedos de tener miedo, pasan, como signos vitales errantes, iluminándolas, con sus armas!
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