Entre las leyendas más viejas que sobre el surgimiento de la vida cuentan, hay una que si no recuerdan, es porque no hay quien la crea aunque sea bella. Es una historieta de esas que me contaba mi abuela cada tarde antes de la siesta, sin nunca terminarla entera, ni comenzarla con las mismas letras. Cual fabula con ciencia de una consciente molécula, que se pretendía distinta y para mostrar su energía, se cruzó con melanina, bebió en bulbos clorofila y se esparció con las brizas. Y al ver que la noche caía en una oscuridad onirica, trajo sol, encendió el día, hizo que en la luna se reflejaran bolitas; y que se abriera una vía.
– Y antes de dormirme, me decía, si surcas la luz, respira y no tendrás pesadillas; y ya yéndome volvía y me repetía, si soñoliento te meas, leete el libro de las niñas que fornican.
― ¡E igual tampoco dormía, imaginando los signos de una cola de materia, botando ojivas!
– ¿O acaso existen boticas, donde vendan camas listas; y mesas con la comida servida…?
― ¡Y al levantarme, aún parado, le pedía…!
– Abuela, la merienda, mi’ja, que con tus cuentos me marean las ovejitas y las abejitas me pican la barriga; y ella miraba y sonreía, mascando pan con tortilla y gallina con harina.
– ¡En fin, más era lo que veía que mordía, que lo que sentía y creía, mezclando mínimas…!
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